El culpable de todo

Thursday, September 01, 2011

La razón de las estatuas


Jesucristo parpadeó, sus ojos de yeso pintados con acrílico caoba se movieron en las órbitas y observaron a la concurrencia. Gradualmente, como si les hubieran inyectado un extraño suero, adquirieron un fulgor viscoso y oscuro, y las pupilas se dilataron hasta convertirse en dos espejos negros. El Redentor gesticuló y probó los músculos del rostro, un desfile de muecas que cubrieron todo el espectro de las emociones humanas. Al final, se quedó con una ancha sonrisa que recordaba a la famosa foto de Charles Manson en manos de la justicia. La saliva se descolgó de su labio inferior y descendió en perfecta línea recta hasta la alfombra roja del altar, donde el sacerdote salmodiaba a sus fieles enfrascado en el ritmo de sus propias palabras.
Era la tarde de un viernes de un día perfectamente normal y nadie se percató del Cristo articulado hasta que un monaguillo aburrido decidió investigar que era lo que resoplaba a sus espaldas. Lo que vio no logró traducirlo a ningún lenguaje o protolenguaje conocido. Como si le hubiera dado un aneurisma, se quedó balbuceando y gruñendo hasta que la estatua se acercó y le aplastó el cráneo de un puñetazo. Un segundo antes de que se desatara el caos, en la primera fila, la señora Da Silva había estado rogándole a Jesús que eliminara de la faz de la tierra a su nuera; Carmencita De la Cruz Da Silva, criatura indigna y aborrecible por donde se la mirase y que ostentaba el dudoso tupé de haberse floreado con media ciudad de Río de Janeiro antes de clavar las garras en su único hijo, que por otro lado no era un santo pero que tampoco se merecía a una bruja como aquélla. Por estos motivos y por otros menos convincentes, la señora Da Silva argumentaba hecha una furia y pedía una muerte rápida y eficaz para su nuera sin quitar los ojos del Nazareno. Fue por eso que se convirtió en la primera espectadora del prodigio, cuando el Cristo se descolgó de la cruz y caminó tambaleándose como un zombie por el altar.
Aquella proeza no pasó desapercibida para nadie y enseguida se oyeron voces histéricas aclamando que era un milagro y otras que decían que no, que no lo era en absoluto. A esos gritos, la señora Da Silva tuvo que sumar los propios, retractándose de haber albergado tan pecaminosos pensamientos, pero el Cristo fue indiferente a la cacofonía general y atacó al monaguillo sin miramientos.
Fue un golpe demoledor, el pobre muchacho salió despedido como un muñeco de prueba y cayó muerto junto a la primera fila de bancos. Precisamente junto a los pies del juez Milton Dos Santos Del Rey. Dicho juez era una eminencia en el lugar pero también era un anciano de más de ochenta años, con problemas cardíacos. Por lo que no pudo evitar que la ofrenda que salpicaba sus finos zapatos de gamuza le provocara un temblequeo infantil en el mentón y mucho menos que la vieja pasa de higo se le detuviera en seco a modo de protesta.
El Cristo vociferó un sonido que retumbó en el interior de la nave como el llanto de una ballena herida; su ex rebaño respondió con un griterío aterrado, pero humano.
El sacerdote se llamaba Oscar Nascimento Truncado y hasta ese momento no había atinado a nada que no fuera sobarse su barba de chivo y perder el control de la vejiga. Pero a último momento se interpuso, con pasmosa sorpresa, entre la estatua y la concurrencia. La figura se detuvo ante él y lo miró con ojos inexpresivos.
—¡Vuelve al pozo de azufre, bestia inmunda! ¡No eres digna de mancillar esta imagen! —dijo el sacerdote, insuflándose valor.
Jesucristo acercó su enorme rostro hasta que la nariz aguileña del cura quedó a dos centímetros de la suya y, como si fuera la cosa más natural del mundo, comenzó a olfatearlo.
—Vuelve a tus dominios, en nombre de… Dios —susurró el sacerdote.
Recibió una dentellada en plena cara y fue sacudido como la presa de un animal salvaje hasta que la carne se despegó de sus huesos con un ruido de succión. Se sintió suspendido, flotando en una mezcla de horror y éxtasis, luego su espinazo se quebró en tres partes contra un banco de madera. Sus pocos minutos finales los dedicó a morir miserablemente.
Mientras la señora Da Silva al igual que otros concurrentes avanzaban en tropel hacia la salida, el Cristo arrastró el cuerpo del juez Milton Dos Santos del Rey y comenzó a utilizarlo para aporrear a los más rezagados. Un hombrecito de anteojos y bigote intentó esquivarlo y recibió una tremenda patada en el estómago. Por encima del pandemonium, el Cristo lanzó otro llanto de ballena. Un sonido tan grotesco que paralizó a los más débiles. Era la antítesis perfecta del pastor y sus ovejas, un flautista de Hamelín demencial que hacía que las ratas se llevaran las manos a los oídos y pugnaran contra un terror que volvía la sangre espesa como la brea. Cerca de la puerta, el gentío se había convertido en un desesperado nudo de brazos y piernas. El Cristo se deshizo del cuerpo y de tres zancadas alcanzó al último grupo, comenzó a morder y a golpear a cuantas personas pudo, entregado a un frenesí salvaje y sin tregua.
Joâo Gabriel Barbosa y María Belifonte practicaban capoeira en la plaza central justo enfrente de la iglesia de San Bautista. A sus pies había un sombrero de raso con unos pocos reales, gentileza de unos turistas alemanes y alguno que otro paisano generoso. En líneas generales, el día había sido bastante malo y Joâo y María habían discutido por una serie de tonterías, aunque eso no era un impedimento para que continuaran demostrando sus habilidades. Además, Joâo tenía en su bolsillo un regalo que ablandaría los caprichos de su novia. De eso estaba seguro. Estaban tan concentrados en su arte que no percibieron a la muchedumbre huyendo del templo, hasta que alguien pasó muy cerca de ellos y lanzó una exclamación para luego caer sobre el césped con la mitad de la cabeza literalmente mordida.
María Belifonte pegó un saltito que en otras condiciones hubiera resultado gracioso y automáticamente comenzó a llorar y a hipar sin entender muy bien qué pasaba. Tampoco entendió el tremendo empujón que le propinó Joâo, aterrizó de cabeza a un par de metros, entre un macizo de flores y un bebedero de piedra. Escupió tierra y se levantó, todavía llorando pero justo a tiempo para ver como un gigante desnudo y cubierto de sangre estrellaba una pila bautismal con tremenda violencia en la cabeza de su novio. Joâo Gabriel Barbosa se convirtió en pulpa de carne y sesos revueltos tan rápido que María registró para siempre su última expresión: una cara de consternación pura.
El monstruo se volvió hacia ella y se frotó los genitales. Un Jesús de tres metros con un pene grande como un martillo hidráulico que se bamboleaba arriba y abajo, con la baba colgando de su mentón y unos ojos vacíos y terribles clavados en ella.
María dejó de llorar, dejó de hipar, dejó de respirar, pero se levantó y corrió como nunca había corrido en su vida. Corrió como una condenada, como si disputara por una medalla olímpica. Siete cuadras después se desplomó y se preguntó con una risita histérica qué mierda escondería Joâo en el bolsillo.
Eran las siete y cuarto de un día normal en la ciudad de Río de Janeiro, y la bestia de yeso comenzó a recorrer las calles aullando como una bestia marina a una luna incipiente y enfermiza. Antes de que oscureciera por completo, ya había asesinado a cuarenta personas, herido a más de noventa y causado destrozos y pánico en toda la zona central de la ciudad. Seguido de cerca por una jauría de perros que no dejaban de ladrarle, dejó un tendal de destrucción como nunca antes se había visto.
Cuando se encendió la lucecita roja de la radio, el teniente Matheus Correia Souza lanzó un insulto por lo bajo. Era su día franco después de dos semanas de trabajo y se merecía pasar tiempo con su pequeña Lucía. Contestó de mala gana, y escuchó lo que tenían que decirle. Soltó una carcajada, luego cerró la boca y se puso pálido. Cinco minutos después, quemaba las gomas de su Yamaha y se saltaba los semáforos en rojo para llegar al cuartel.

Ilustración: Fraga
Allí, su equipo ya estaba preparado y esperándolo.
—Parece que a Jesús se le acabaron las otras mejillas, teniente.
—No haga bromas con esto, Figueiras.
Las tanquetas de la policía paramilitar no eran muy cómodas cuando iban atiborradas, pero al menos eran rápidas. El teniente observó que sus hombres se preparaban para el enfrentamiento. El cabo Elizalde Barreiros besó su crucifijo y al instante adoptó una expresión casi cómica, de asco y extrañeza.
Encontraron a la bestia cerca de la playa, en el extremo sur del Boulevard. El Cristo andante de la iglesia San Juan Bautista había colapsado una avenida, provocando el incendio de varios automóviles y matando a todos sus ocupantes.
Cuando el equipo preparó la artillería, el monstruo estaba atacando un bus de larga distancia. Forzó las puertas y entró en el vehículo sin que nadie pudiera detenerlo. La policía formó un rápido cordón a unos treinta metros del ómnibus. Adentro se había iniciado una masacre y los gritos de los turistas eran insoportables.
El teniente Matheus Correia Souza no era un tipo de andarse con rodeos. Pidió permiso a sus superiores y tras recibir el visto bueno, se calzó el lanzagranadas en el hombro y apuntó con el corazón frío. En su mente, la pequeña Lucía le enseñaba a amasar bolinhos de mandioca con la cara cubierta de harina.
Disparó una lanza humeante que se incrustó en el tanque de combustible.
El bus pareció rajarse por la mitad, se elevó un metro del suelo envuelto en una llama anaranjada y aterrizó como en cámara lenta en medio de un estruendo colosal.
Más tarde, cuando los bomberos enfriaron los hierros, encontraron lo que quedaba de la criatura, pero a diferencia de sus víctimas, su cuerpo no estaba carbonizado sino resquebrajado y deshecho en escombros.
Cerca de medianoche, la noticia del Cristo asesino había empezado a prender como pólvora en todas las emisoras de radio y televisión del país. Miles de opiniones saturaron los medios con el afán de explicar lo inexplicable. Especialistas y testigos hicieron conjeturas cada vez más absurdas y sembraron la semilla del miedo en toda la nación.
A las doce y cuarto, en una de las ciudades más bellas y peligrosas del mundo, todos los perros se pusieron a aullar al unísono. Fue un ulular desgarrador que trepó por los morros y se proyectó hacia las estrellas anunciando lo peor.
De cara al océano, encaramado en el cerro del Corcovado, el Cristo Redentor abrió los ojos y contempló las luces brillantes que se extendían hasta la bahía.

La jungla más allá de las estrellas


"¿Así que esto es lo que llaman cielo?
Hacía tiempo que quería olisquear esta rica mierda"
Teniente Roderick "Bolo" Sinclair.


Montaigne se fastidió porque no estaba acostumbrado a sentir miedo. El miedo era un ente abstracto que pertenecía al plano emocional y, por lo tanto, algo que podía ser perfectamente dominado. El resto era puro pensamiento especulativo y distorsión psíquica que le arrojaba su monitor sensible. Montaigne sabía que, como soldado especial de La Federación, no tenía derecho a cuestionar nada que pudiese entorpecer una misión. Por otro lado, siempre había sido un tipo duro, entrenado exhaustivamente en innumerables disciplinas de combate, con casi siete años de experiencia en la guerra a lo largo de todo el Sistema Solar.
Bajo la sólida aleación de su armadura había músculos y tendones bien trabajados, y también una compleja red de cables y circuitos diseñados para actuar en función de un objetivo. ¡Era una pieza clave dentro del Escuadrón de Ensamble, por el amor de Dios! Sin embargo, el miedo estaba allí. Montaigne lo sentía como una segunda capa de piel, como un injerto parasitario luchando para abrirse paso y destruir sus nervios.
¿Pero miedo a qué? ¿A qué podría temerle él, que había visto y sufrido horrores indecibles desde que fuera procesado y concebido nuevamente para la lucha al igual que todos sus congéneres de Cirión Blanco?
Montaigne respiró hondo y jugueteó con las correas de su asiento; una náusea fría pulsaba en la boca del estómago y a cada bocanada de aire sus pelotas se reducían y endurecían como un par de nueces.
Esto es ridículo, pensó. Irracional. Absurdo.
Observó al resto de la tripulación y notó que, al igual que él, todo el mundo hacía grandes esfuerzos por mantener la calma.
A su izquierda estaba Crasher, el soldado bufón que nunca abandonaba su sonrisa. Salvo que esta vez lucía ceñudo y pensativo. El diminuto mono robot que lo acompañaba bailoteaba entre sus piernas una especie fox-trot especialmente desprolijo, pero Crasher apenas le prestaba atención.
Cuando se percató de la escrutadora mirada de Montaigne, le guiñó rápidamente un ojo y amagó una sonrisa tensa.
Nadie engañaba a nadie. Amarrado en el compartimiento siguiente, Figueroa observaba el piso de la nave y movía los labios en silencio, como si discutiera cuestiones privadas con su monitor sensible.
Montaigne notó que fuera lo que fuera el tema en discusión, le había quitado color a sus mejillas.
De pronto resonó una voz hueca dentro de su casco.
—Tengo mala espina Mont. —Enfrentado a él, pero en posición invertida, el rostro de Thompsom parecía una gran luna pálida flotando por encima de su traje negro—. Odio reconocerlo, pero tal vez estemos entrando en territorio enemigo por última vez. El Oráculo no auguró nada bueno, y además...
Montaige lo fulminó con la mirada, en parte aliviado de tener en quien descargar sus sentimientos.
—Y una mierda, soldado. Tenemos un trabajo que hacer y tenemos las mejores herramientas para hacerlo. Así que deja de ponerte a profetizar como un puto Pastor Elemental ¿Me oíste?
—Sí, señor.
—¿Qué dice el código asesino?
—No existe el miedo. No existe la duda. Sólo existe el Escuadrón de Ensamble y el infierno, y el segundo no es ni la cuarta parte del primero —recitó Thompsom de mala gana la letanía que más les gustaba a los peces gordos de La Federación.
Pero la sensación crecía.
Montaigne consultó su muñeca. Faltaba muy poco para el gran salto. Una vez en tierra firme, deberían enfrentarse a lo desconocido como tantas otras veces. Pero al menos entrarían en acción; todos ellos sabían moverse en el caos y hasta resultaba tranquilizador. La naturaleza misma de la batalla les borraría de inmediato cualquier huella de duda, pensamiento e inquietud.
La voz metálica de Paley sonó en los oídos del Escuadrón.

Ilustración: Fraga
—Escuadrón Gama 3, El Batracio estará llegando a la posición en dos minutos. Prepárense para el salto, chicos.
Crasher se ajustó el monitor sensible y escupió en sus guantes.
—Buena suerte, Mont.
—No te preocupes por mí, mejor preocupate por el culo de tu novia.
El mono robot miró a Montaigne con aire ofendido, luego se escabulló en un bolsillo de la chaqueta de Crasher, no sin antes dedicarle un gesto obsceno.

Tres días atrás la Federación los había citado en el Edificio Torre para terminar con las pruebas psicológicas. Pero la máquina Hertestein se había cuidado mucho de orbitar su conversación alrededor del miedo que cada uno sentía. En cambio, se había pasado tres horas ajustando los detalles más insignificantes de sus vidas privadas. Al parecer a la máquina Hertestein sólo le interesaban las estupideces Smithianas relacionadas con el sexo y los sueños y los actos reprimidos de la infancia. El aparato había concluido que en general el grupo gozaba de un "estado emocional aceptable dentro de los parámetros de la misión" y ése fue el final de la entrevista.
Boleto al paraíso, señores.
Herwig había soltado su risotada de mandril y se había bajado los pantalones para enseñarle su gordo culo a la máquina Hertestein. Ésta, luego de meditarlo un par de segundos, había soltado un par de pitidos para recomendarle con toda seriedad que visitara un burdel lo antes posible. La carcajada fue mayúscula.
Esa noche habían ido al bar de la estación a emborracharse con aguanegra y todo había sido más o menos predecible. Incluso más tarde, cuando las cosas se pusieron sórdidas, todo se desarrolló dentro del "comportamiento esperado". Pero eso se debía más que nada al hecho de que a la gente de La Federación no le importaba otra cosa que no fuera la efectividad de sus hombres en el campo de batalla. Un par de bajas civiles no significaban nada para ellos, o bien podían compensarse en nombre de la hegemonía del Imperio. Nadie era tan tonto como para ignorar que las peleas contra la población civil eran moneda corriente en la zona de bares de la Bahía, pero esta vez había sido una pelea demasiada feroz. Montaigne lo había pensado más tarde: cada uno de ellos había actuado bajo un shock de adrenalina como si se estuvieran midiendo contra un enemigo terrible en vez de un puñado de borrachos, y las consecuencias habían sido catastróficas para estos últimos.
Montaigne estiró las correas y accionó su monitor sensible en posición de descenso. Debajo de sus pies se deslizaba la selva nocturna a toda velocidad como un océano encabritado y fantasmagórico.
—Cinco minutos, todos en posición.
—Que se la den a tu madre, Paley.
—Gracias Costance, eso espero.
Montaigne presentía que algo se acercaba, y no tenía que ver precisamente con el enfrentamiento en sí. Era como si un animal gigantesco estuviera agazapado a la espera de saltarle encima.
—El Escuadrón de Ensamble les va a enseñar modales a esos... Humbreys-como-se-llamen —murmuró Figueroa, que a juzgar por su expresión no parecía creer en absoluto que tal cosa pudiera ocurrir.
—Se llaman "Hombres" —interrumpió la voz de Joseff por los parlantes del Batracio—. Y estaría bien que por una vez aprendas el nombre de tu enemigo, creo que está noche lo vas a ver de cerca.
Joseff sonaba más nervioso que nunca. Pero el resto del escuadrón no pareció notarlo. Cada uno estaba encerrado en su propio creciente miedo y sólo atinaron a responderle con insultos.
Paley salió al rescate de su compañero.
—Chicos, la guerra es allá abajo, no aquí. Nosotros sólo piloteamos este armatoste. Oigan, un minuto para el salto. ¿Me oyeron?
—Para ti es fácil decirlo, idiota.
Paley hizo caso omiso de los comentarios.
—¿Thompsom?
—Estoy listo, cabroncito.
—¿Crasher?
—Más que listo, mamón.
—Adorable como siempre. ¿Bradley?
—Que te pudras.
—¿Costance?
—Sí, lo que digas.
—¿Herwig?
—¿Tú lo estarías, imbécil?
—No necesito responderte eso ahora. ¿Figueroa?
—Eres un grano en el culo, Paley. ¿Lo sabes?
—Por supuesto que lo sé. ¿Sinclair?
—Sí, sí.
—¿Mac?
—¿Por qué no cortas el rollo, Paley? No tenemos que aguantar esta mierda.
—Sólo uno más y dejaré de atormentarte. Lo prometo. ¿Mont?
—Estoy listo, Paley.
—Muy bien señores, así me gusta. ¡Que se mantenga el espíritu del grupo!
Adelante se escuchaban sordos estampidos que de a ratos eclipsaban los motores del Batracio. Montaigne tragó saliva. Su monitor registraba resplandores blancos como relámpagos que parecían sacudir la vegetación y conferirle un aspecto irreal.
Antes de que pudiera preguntarse por enésima vez que era lo que andaba mal, la respuesta le llegó con una vehemencia innegable.
El batracio fue alcanzado por la artillería enemiga, una explosión brutal que partió en dos la cabina y lanzó por el aire parte del fuselaje central como si fuera un trozo de cartón. El panel que separaba al escuadrón de la cabina se retorció hacia adentro y todos vieron con horror como su interior ardía en llamas. Se oyó un estruendo de hierros retorcidos que espiraló los gritos y los catapultó en intermitencias enloquecidas. A la izquierda, la silueta de Paley era una antorcha viviente, un fuego azul de metano brotaba desde dentro de su esqueleto reforzado y le lamía el torso. Montaigne vio que, de la nariz para abajo, su rostro sencillamente había desaparecido.
A la derecha, Joseff colgaba en posición grotesca de las correas de su asiento. Partes de su masa encefálica estaban regadas por todo el tablero inferior de controles.
Montaigne no quiso ver más. Cerró los ojos y se preparó para morir.
Sintió de pronto como el Batracio perdía altura y se acercaba al techo de la jungla. Su monitor sensible lanzó un chillido de estática en señal de que había entendido los avatares de una trayectoria aberrante. Montaigne accionó la botonera y esperó. En pocos segundos, el monitor sensible se enroscó en los pliegues de su frecuencia mental como si fuera una mascota reclamando muestras de atención y consuelo.
Está bien, no pasa nada, pensó Montaigne, pero se engañaba.
A modo de respuesta, el monitor le envió una serie de imágenes cargadas de elocuencia. El miedo sin refinamientos de la infancia y la fobia. Una araña medular, esperando escondida en el cajón de los cubiertos. Un ascensor trabado entre dos pisos, llenándose de agua velozmente. Papá, un arma demencial, un ruidoso gemelo robot desaparecido (Papá dijo que escapó) y la insondable relación entre ellos.
—Perdí un brazo en el asedio Calypso y no dolió tanto —se dijo Montaigne inútilmente para darse ánimos.
Entonces la aeronave penetró en la jungla y todas las imágenes fueron barridas como insectos en una tempestad.
Montaigne abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo el sistema de ventilación se rompía en pedazos y una parte de la tapa metálica volaba directo hacia él.
Ni siquiera consiguió ladear la cabeza. Recibió el golpe en plena cara, como la bofetada bestial de una doncella desairada. La boca se le llenó de sangre y fragmentos de dientes. Por los visores laterales, un enredo de follaje corría a toda velocidad y chocaba con violencia en los cristales.
Alguien más gritó. Un grito potente, desgarrador. El viejo Mac tal vez, pero Montaigne estaba demasiado aturdido como para identificarlo. El batracio se sacudía como un simulador enloquecido y sus ocupantes eran muñecos amarrados a los asientos dando tumbos en todas direcciones. El techo de la aeronave desapareció como si una bestia enfurecida lo hubiera arrancado de una dentellada. Montaigne parpadeó frente a un cielo rojizo flanqueado por las inmensas siluetas de los árboles. A unos metros de la abertura, Thompsom rebotaba entre su asiento y el compartimiento de carga. Una de sus correas se había cortado y éste no podía encontrar asidero para evitar los golpes.
Por lo que pareció un tiempo interminable, el Batracio continuó rodando y chocando contra troncos y ramas. Poco después pareció encontrar tierra firme y espacio suficiente como para deslizarse en línea recta por unos cuantos metros. Finalmente se detuvo al colisionar contra el grueso tronco de un árbol que tenía la altura de un edificio gubernamental. La gran sacudida provocó que desde las altas copas se desprendiera un escándalo de plumas y graznidos, que la misma selva se encargó de tragarse. Después, como si nada hubiera ocurrido, sobrevino el silencio.
Montaigne escupió un coágulo de sangre y, con mucho cuidado, se tocó la boca con la yema de los dedos. Ahora que todo había terminado, se sorprendía de percibir aquella quietud casi sobrenatural.
Ensayó una sonrisa incrédula, pero sus labios partidos se lo impidieron. Le dolía cada centímetro del cuerpo como si lo hubieran apaleado con ganas. Pero era increíble estar entero a pesar de todo.
Lo que quedaba del Batracio no era más que una cáscara de metal retorcido, un armazón irreconocible que no guardaba concordancia con ningún vehículo. El denso humo negro que brotaba de la cabina lo hizo lagrimear y arrugar la nariz.
Montaigne evitó mirar los restos carbonizados de Paley y Joseff. Se desprendió las correas que lo sujetaban y se tambaleó entre los restos en busca de sus compañeros.
—Mont. ¿Estás bien?
Montaigne volvió a escupir sangre y palpó con la lengua los destrozos de su dentadura. Resultó no ser tan grave como había temido.
—Sí, gran Bolo, me he volado un par de dientes, pero eso es todo.
—Mejor así, oye, ¿podrías ayudarme a zafar de esto?
Montaige se apresuró a levantar una plancha de acero, pero al inclinarse sobre Bolo soltó un gruñido de sorpresa.
La carga orgánica de Bolo se había quebrado y los gusanos de mercurio habían perforado el traje protector para meterse en el cuerpo. Era una herida del diámetro de una bala de cañón por donde se asomaba un manojo de intestinos infestados de larvas transparentes. El gran Bolo tenía los minutos contados.
—Tienes un agujero en las tripas Bolo... La carga orgánica se ha activado...
Bolo levantó su enorme cabeza. Gotitas de sudor habían aparecido en su cráneo y brillaban como diminutos diamantes.
—Mierda. Eso parece.
—Lo siento, camarada.
—No. No lo sientes ¿Tienes algo de aguasol? ¿Mordina?
—¿Mordina? No. Sólo un poco de Lid en mi Cantimplora.
—No me gusta el Lid. Te achica las pelotas.
—Eso dicen.
—¡Mierda!
—Lo siento Bolo.
—Deja de decir lo siento, me estás enfermando Chico.
Bolo suspiró y miró a los ojos de Montaigne.
—Supongo que es un buen momento para que cumplas tu promesa.
—Sí, supongo que lo es.
Montaigne sacó su pistola y le quitó el seguro.
—Nunca me gustaste, Mont —dijo Bolo.
—Cállate.
—Hijo de una gran puta artificial. Nunca me gustaste.
Montaigne apuntó directo a la frente de su compañero.
En ese momento Crasher y Thompson llegaron tosiendo y lanzando maldiciones.
—Eh Mont, hay malas noticias. Costance está muerta, tiene una varilla de cromo incrustada en la garganta. No podemos encontrar a los demás, es posible que hayan sido despedidos pero no sabemos... ¡Dios!
Se detuvieron en seco al ver la situación en la que se encontraba Bolo.
—¿Qué demonios haces, Mont?
—¡Silencio idiotas! No quiero que los gusanos me devoren vivo. ¿Qué esperan que haga?
Bolo le hizo una seña a Montaigne. Sus pupilas se habían dilatado hasta invadir el iris.
—¿Qué estás esperando, Mont? No me dejes así ¡HAZLO!
Montaigne disparó.
El eco del estampido repercutió en el silencio somnoliento de la selva y a lo lejos despertó voces de protesta de una fauna desconocida. La cabeza de Bolo estalló como una calabaza podrida. La sustancia grumosa y blancuzca que conformaba su cerebro salpicó el visor lateral y se quedó adherida al vidrio como una decoración abstracta. Las piernas de
Bolo temblaron como si lo hubiera atravesado una corriente eléctrica.
El monitor sensible mostró la imagen de una hembra. Los bordes espejearon en azul. Recortada y nítida sobre un fondo de estática, la criatura movía los labios y formaba oraciones silenciosas. Echaba el brazo derecho hacia atrás, en un gesto de absoluto desdén. Luego empezaba a dar media vuelta, como para marcharse. El movimiento se detenía en un cuarto de giro. Volvía a empezar. Cada escena del loop no duraba más de siete segundos. Una hembra joven y hermosa, pero de rasgos indefinidos, como lavados por la memoria. Apuntes tomados a las apuradas que, leídos años después, apenas tenían sentido. El duro entrenamiento del Campamento Nuevo Blitzkrieg incluía la lectura de labios. Montaigne pensó que lo que la criatura repetía no quería decir nada: "No ofrecerás tu cuerpo a infiernos ni hoteles olerán a rosas".
—Yo soñé esto antes —susurró Crasher a nadie en particular.
A mitad de camino del brazo, en su noveno gesto desdeñoso, la imagen se congeló. El azul espejado de los bordes se oscureció hasta el negro. La oscuridad avanzó hasta dejar sólo un punto brillante en medio de la pantalla, que parpadeó hasta desaparecer.
Ahí quedaba el viejo Bolo. Teniente oficial y asesino galáctico calificado. El gran devorador de estrellas que había sobrevivido a la guerra de los tres planetas y que había encontrado la muerte en manos del subalterno que más detestaba.
Montaigne tomó su logo de identificación y lo guardó en el bolsillo.
Unos pasos más atrás, Crasher y Thompson lo observaron con expresión lúgubre, pero no dijeron una palabra. Conocían bien los códigos del Escuadrón y sabían que no era momento para discutir.
Montaigne enfundó su pistola. Todavía se sentía aturdido pero ya había tomado el control de sus pensamientos. Sin mirar a sus compañeros se alejó de los restos de la nave para reconocer el territorio.

En el tramo final de su caída, el Batracio había atravesado un claro de unos doscientos metros cuadrados, dejando un surco en la tierra que parecía el zarpazo de un dragón. Partes del fuselaje y el motor estaban esparcidos por todas partes y brillaban a la luz de la luna con malsana intensidad. Montaigne tuvo la sensación de haber inaugurado el primer basurero espacial de la selva. Caminó junto al retorcido tren te aterrizaje y por segunda vez se sintió admirado de mantenerse con vida.
Siguiendo el rastro que había dejado la nave, salió del claro y se internó entre los árboles gigantes.
Cuando Montaigne se perdió de vista, Thompsom le dirigió una furtiva mirada a Crasher.
—¿Tú que piensas? ¿Se habrá vuelto loco?
—¿Loco? No. No lo creo. Pero pienso que es un hijo de puta impredecible. El gran Bolo decía a menudo que no podía confiar en un droide semiorgánico. Nunca se tuvieron simpatía ¿sabes?
—Pues a mí tampoco me gusta.
—Está bien. Ya arreglaremos cuentas más adelante. Ahora lo importante es ocultarnos. El enemigo puede estar en cualquier parte y este claro nos convierte en blanco fácil. Sigamos.
Los dos soldados fueron tras los pasos de Montaigne.
A los cinco minutos de marcha, ya habían descubierto que la selva era espesa y oscura, y también húmeda y sofocante, y que parecía intentar engullirlos a medida que avanzaban. Los árboles eran altos como torres y sus troncos anchos como casas. El cielo había quedado completamente oculto por una espesura asombrosa tan cerrada como la cúpula de una catedral.
Crasher y Thompsom se ayudaron para trepar por los nudos de una raíz y se detuvieron al otro lado para beber un poco de Lid. Allá adelante estaba Montaigne, acuclillado y aguardándolos con esa expresión tensa, indescifrable.
Les hacía señas.
Thompson se adelantó procurando no hacer ruido. Detrás de él percibió que Crasher también había interpretado el mensaje. Cuando llegó junto a Montaigne, movió los labios sin llegar a emitir sonido:
—¿Qué pasa Mont?
—No lo sé. Adelante. Cincuenta metros. Hay algo.
Crasher observó inquieto en la dirección que señalaba Montaigne, pero sólo vio árboles y plantas.
—¿Estás seguro?
Montaigne lo miró como si no comprendiera la pregunta.
—Vamos a averiguar de qué se trata. Prepárense.
Desenfundaron sus armas y se arrastraron por la vegetación con calculada lentitud. Crasher por la izquierda, Montaigne por el centro y Thompsom por la derecha. Avanzaron con movimientos sinuosos que se adaptaban a las formas del entorno. Los ojos abiertos, los oídos alertas y los labios apretados. Habían compartido situaciones semejantes infinidad de veces, y estaban entrenados para ser sigilosos. No había soldado en la historia del universo que no conociera ese trance de vida o muerte. El instinto de preservación afilaba los sentidos y los convertía en los de un reptil mortífero y terrible, un animal tenso antes de dar el salto hacia la confrontación. Pero esta vez había un factor adicional que no alcanzaban a comprender y que los trastornaba: los tres tenían miedo.
Montaigne volvió a sentir esa furia hacia sí mismo que era una mezcla de vergüenza y reproche. Presentía que algo andaba mal, pero era incapaz de detenerse. Sus aletas nasales se dilataron en busca de oxígeno. ¿Quién le había inoculado ese veneno? Era como un germen que crecía y lo arrastraba.
Estaban más cerca ahora. Se lo decía su corazón desenfrenado y las extrañas figuras que bailaban erráticas en los márgenes del monitor sensible.
Montaigne se adelantó unos metros y desapareció tras la cortina de hojas de una gigantesca planta parásito. Se parapetó detrás de un tronco caído y aguzó el oído.
Nada.
Sólo un rumor de pájaros saludando el amanecer y más atrás, casi imperceptible, ese otro sonido bajo y grave que era como un temblor lejano, un sonido que parecía salir de las entrañas mismas de la tierra y que hablaba en su propia lengua.
Preso de la curiosidad, Montaigne se asomó por encima del tronco, y cuando lo hizo comprendió por fin la dimensión de su error.
Abrió la boca para gritar pero no brotó ningún sonido.
No había miedo que pudiera conjurar para medirse contra eso. Por primera vez en su vida de bio-droide, Montaigne se quedó paralizado. Su último pensamiento coherente fue rogarle a Dios una muerte rápida y sin dolor.

El Tigre Rojo había escupido una bola de fuego que había impactado de lleno en el aparato volador. Cuando éste se precipitó sobre la selva, se relamió a sabiendas de que obtendría su cacería. Guiado por su olfato, localizó a los mamíferos sobrevivientes y empezó el juego que mejor sabía jugar: acechar. Sus poderosas patas recorrieron la jungla sin hacer el menor ruido. A las dos primeras presas las había encontrado indefensas y heridas, pero no dudó en divertirse un rato con ellas antes de devorarlas.
El tercero había demostrado valentía, pero de todas maneras había durado poco. No tuvo la menor posibilidad. Sus colmillos habían desgarrado la carne antes de que pudiera disparar esa ridícula arma.
Mientras saciaba su apetito, aún con el hocico hurgando en las humeantes tripas de su presa, sus oídos detectaron a los tres restantes, que se acercaban a paso sigiloso por el antiguo camino de la ciudad antigua.
¡La desfachatez de estos seres era increíble! ¿Acaso intentaban cazarlo a él? ¿Y con qué armas podrían detenerlo?
Él era un Tigre Rojo.
Un ser eterno. Un Dios de la estirpe de los hombres.
Ah, pero cómo se divertiría con esos pequeños.
Levantó su ensangrentada cabeza y observó directo a los ojos de aquel ser insignificante.
El cruce de miradas duró apenas un segundo, pero alcanzó para que la cordura de su presa se derrumbaba sin remedio.
Más tarde, encontró entre sus propias heces un diminuto mono robot empeñado en seguir funcionando y entonces, no pudo impedirlo, la carcajada que brotó de sus fauces fue un rugido que retumbó en todos los rincones de la selva.

El Nanaboush


La figura surge de los paredones de niebla y avanza a los tumbos como si unas manos invisibles la fueran empujando de un lado a otro. Mientras camina, se pregunta qué es lo que ha perdido y cuál será su valor, ya que sus ojos miran en todas direcciones como si tuvieran la esperanza de encontrarlo. Esto, que seguramente es una clave, también es un nuevo enigma y su cabeza no alcanza a descifrarlo.
No sabe cuánto tiempo hace que camina en la misma dirección, entre sombras que se le antojan pesadas y polvorientas como los telones de un teatro abandonado.
No sabe hacia dónde se dirige, ni para qué.
De pronto la figura cae en la cuenta de que no sabe nada de sí misma; sus ropas son unos andrajos desteñidos que no significan nada, no hay identidad ni sentido de propiedad en lo que lleva puesto, y a medida que comienza a observarse más en detalle, descubre que nada le resulta familiar. Sus manos, por ejemplo, parecen no recordar cómo moverse en armonía con el resto de su cuerpo. Cuando las observa, le parecen las manos de otra persona, manos blancas y sin uñas, como las de un ahogado enmarañado en las ramas babosas de algún río perdido.
"Había un río que cruzaba el extremo sur de un pueblo sin nombre. Los fantasmas que lo habitaban caminaban sobre sus aguas y entonaban extrañas canciones. En ese mismo lugar, por las noches, las Cariblancas descendían lentamente de los árboles y se arrastraban hacia la orilla, hacia el borde del espejo del río, y una vez allí, encorvadas y tiesas, contemplaban sus propios rostros vacíos y sin vida y prorrumpían en largos y desgarradores lamentos".
La silueta avanza.
Poco a poco, la niebla comienza a replegarse, y entonces ante sus ojos se forma un paisaje tosco. Se halla en medio de un bosque, pero todos los árboles han sido cortados o arrancados de raíz. Hasta donde alcanza a ver no hay más que agujeros en la tierra, aquí y allá, algunos troncos desnudos sobresalen como estacas, otros, retorcidos y quemados, permanecen todavía humeantes. La silueta contempla en silencio y después sonríe. Así eran las cosas antes.
De pronto una sensación desagradable le hace fruncir la boca. Le produce arcadas, se arrodilla en la tierra y vomita un puñado de arena.
"Un barco semihundido en la ribera del río, casi oculto a la sombra de un sauce llorón, las maderas podridas y despintadas, y en la popa, apenas legible, la palabra Cenit. Con los vaivenes de la marea se oye un rechinar de tablas húmedas que es el único sonido que trasciende hasta allá abajo, hasta el fondo turbio y fangoso, donde los que tiempo atrás se hundieron no han despertado todavía".
Todo es extraño por aquí.
No le sorprende que le haya pasado eso. Con su mano huesuda revuelve en la arena y descubre un pequeñísimo objeto de metal. Lo hace dar vueltas entre sus dedos y se lo acerca al rostro para soplarle los restos de arena. ¿Qué es? ¿Qué es esto? Tiene la forma de una tijera diminuta. Pero la voz de su mente le dice que lo que sus ojos ven como una tijera es en realidad una llave.
¿Y qué cosa es una llave al fin y al cabo?
La silueta guarda el objeto y continúa caminando. Más adelante divisa un camino que serpentea colina abajo, piensa que tal vez si deja que sus pasos lo sigan, él se digne a llevarle a alguna parte.

La niña tendría cinco o seis años. Al principio había llorado cuando sus padres la dejaron ese fin de semana en casa de Tía, pero Tía había sabido convencerla con sus galletitas de coco y la promesa de bajar al pueblo a comprar unas telas para hacerle un vestido (o un disfraz de princesa, con coronilla de flores incluida), y la tarde se había deslizado agradablemente sobre sus goznes.
Ahora la niña jugaba en el patio de atrás. Había descubierto que le fascinaba tirarle maíz a las gallinas y se había olvidado por completo de sus padres.
Desde la cocina, Tía se asomaba de a ratos para vigilarla, lo hacía más bien por complacerse a sí misma; sabía que era una niña obediente y no se alejaría más allá de los límites de la propiedad. Esos árboles viejos le daban miedo a su sobrina, y por Cristo que, aunque no hubiera ninguna razón lógica, a ella también.

Ilustración: Siverio
Tía se limpió las manos en el delantal y entró de nuevo en la cocina.
La niña estuvo jugando un rato sin prestarle atención a nada que no fuera parte de su pequeño universo, hasta que oyó que alguien la llamaba por su nombre. Miró en dirección a los árboles, esperando ver allí a otro niño, pero no vio nada. O mejor dicho, vio algo, como una representación difusa de su propia fantasía.
¿Qué es eso?
Una sombra se desprendió de las demás sombras y se acercó a ella lentamente.
Fue como si una mano callosa le acariciase la corteza cerebral. Un pánico repentino la paralizó. Era como un árbol seco y retorcido al que las brujas malas del bosque habían dotado de vida. De su cuello colgaba algo horrible, y entonces, al verlo realmente de cerca, la niña recordó lo que la había hecho gritar en sueños la noche anterior.
Cuando la figura se acercó, encontró a la niña desvanecida sobre el pasto. Entonces se agachó sobre ella y, mientras se preguntaba nuevamente por qué procedía de esa manera, colocó sus manos sobre el pequeño cuello y apretó hasta dejarla sin vida.
Tía sintió un escalofrío. Estaba soplando viento y tal vez no fuera buena idea que la niña se entretuviera tanto tiempo ahí afuera. Que protestara y le hiciera berrinches si quería, ella le contestaría que por más que lo intentase no iba a ser en su casa donde se pescara un resfrío.
Tía salió al patio trasero, y cuando enfocó la vista la voz se le hizo piedra en la garganta.
Una silueta sin rostro sostenía en sus brazos a su sobrina muerta, que aún así tenía los ojos abiertos y se movía.
Era como un títere. Un cuerpo vacío animado artificialmente.
Antes de caer de rodillas y perder el juicio, Tía vio que aquel ser tenía un collar de pájaros muertos colgando del cuello. El espectro pasó junto a Tía y entró a la casa con la niña. Se dirigió a la sala, observó el recinto y terminó por sentar a la niña en una mecedora que había junto al fuego del hogar. Luego arrimó una silla y se sentó frente a ella.
Y empezó a hacer preguntas.
—Dime Dholl, ¿quién soy yo?
—Todavía nadie...al igual que yo soy nadie ahora, sólo eres un eco preguntándome un nombre a través de mi carne muerta.
El espectro parpadeó.
—Entonces dame ese nombre, ya que lo necesito para cobrar existencia.
—Tu nombre es Nanaboush, o Demonio de Polvo, si prefieres. Pero ésta no es mi respuesta sino la tuya, pues ya la traías contigo desde el otro mundo.
—¿Que la traía conmigo, dices? Sin embargo no he podido interpretar mucho de lo que he visto, ni recordar nada de lo que he sido...
—Nanaboush, eres tú mismo, y yo también lo soy ahora, hablándote desde este cuerpo que no te pertenece. A medida que afirmes tu realidad en este mundo se te develarán muchos misterios, pero habrás de pagar un precio muy alto por ello.
La expresión de la niña estaba completamente vacía. El espectro la observó con atención y luego le acarició el cabello.
—Dholl, dime una cosa más: ¿por qué estoy haciendo esto?
—A los no nacidos se les permiten muchas cosas, pero rara vez pasar al plano físico. Por lo tanto deambulan por el limbo, famélicos de orden y consistencia; son seres peligrosos porque buscan continuamente grietas y atajos para filtrarse en el mundo empírico y cobrar forma. Es difícil que alguno lo consiga, habitan en los sueños de los seres vivos sin ser producto de ellos. Cuando un Nanaboush trasciende las fronteras, convierte en espectro a quien esté cerca, y todo lo que un Nanaboush toca se transforma en olvido. Son creadores de fantasmas. Creadores de susurros. Cuando la soledad los carcome intentan el contacto y lo destruyen todo, a su paso sólo quedan huellas, ruinas, hojas secas.
—Entiendo. Pero entonces también soy el resto, fantasmas... todos los fantasmas son partes de mí mismo.
—Sí, y siempre estarás solo, no importa lo que hagas.
La figura emitió un sonido grave, una especie de gruñido. Luego guardó silencio unos instantes.
—Gracias, Dholl, tu respuesta me ha llenado de tristeza. Ahora conozco la dimensión exacta de mi soledad. Vendrás conmigo.
—Iré contigo mientras este cuerpo lo resista, ya no soy quien fui, sino lo que soy ahora. Soy carne de tu voluntad.
La figura tomó el cadáver de la niña y lo depositó en el piso. Le acarició el cabello largo rato y después le murmuró unas palabras al oído. La niña asintió.
El Nanaboush sacó de entre sus ropas la pequeña tijera y la depositó en las manos del Dholl. Salieron de la casa y bajaron por el camino en dirección al pueblo.
Un viento frío arrastró nubes oscuras desde el oeste, y a lo lejos, sobre las luces de las casas, un rumor de truenos comenzó a hablar en el mismo idioma que la noche.
El Nanaboush había entrado en el mundo de los vivos.

Sunny Rose y el vendedor de espejos


Mi nombre es Sunny Rose y tengo ocho años. Mis verdaderos padres me abandonaron cuando era pequeña y desde entonces he vivido en distintos orfanatos. Hace cuatro meses, una pareja de rancheros de Dakota del Sur vino a visitarme y se quedaron encantados con mi inteligencia y vivacidad. Me adoptaron enseguida, por lo que pienso que soy una chica afortunada. La señora Jefferson (ella insiste en que la llame mamá, o al menos Mary, pero aún no lo he conseguido) es tan buena y agradable que hasta siento ganas de llorar cada vez que me habla. Ella, en cambio, no tiene problemas en demostrar sus sentimientos. La primera vez que le enseñé un dibujo en donde aparecíamos las dos de la mano en un enorme campo de trigo, se echó a llorar a lágrima suelta y durante un buen rato se dedicó a soplar sus mocos en un pañuelito. Después me explicó que el dibujo le había parecido hermoso y que lo guardaría en un lugar especial como si fuera un tesoro o una gran obra de arte. El señor Jefferson (se llama Ephrain, ¿no es gracioso que alguien pueda llamarse Ephrain?) no es de hablar demasiado. Lo he observado durante todo este tiempo y me parece que es como una especie de broma o apuesta, o algo loco y tonto que no alcanzo a comprender. Quiero decir, no me parece posible que alguien sea tan hosco siempre. Aunque la señora Jefferson me ha jurado que no hay nada de malo en él, lo he observado y creo que me está gastando una broma. Creo que algún día llegará de su trabajo, me hará girar en sus brazos riendo y me dirá: Eres una tonta Sunny Rose, todo este tiempo te creíste que era un hombre apesadumbrado que no entendía el significado de las palabras. La señora Jefferson, por su parte, adora las palabras. Ella habla y habla con total naturalidad y de todos los temas que se te puedan ocurrir. Durante la cena, por ejemplo, le describe a su esposo, con toda minuciosidad, la rutina de sus quehaceres mientras él ha estado ausente trabajando en los campos, de su predilección por las voces de Henry Haller y Melissa Stuart en el radioteatro de la tarde, de sus fervientes deseos de pasar un fin de semana con los primos del Oeste, del vuelo de los pájaros y la emigración de los patos y muchas otras cosas que ahora no recuerdo. Pero el señor Jefferson en vez de responder o mostrarse interesado, sólo gruñe y arroja monosílabos, y hay veces en que ni siquiera levanta la vista del plato. Pero no creo que sea un mal hombre.
Hubo una tarde en que estaba jugando en el porche, y sus botas de cuero se detuvieron a pocos centímetros de mi caja de lápices.
—Sunny Rose, toma. Hice esto para ti. —Dejó caer en mis manos un caballito tallado en madera y se alejó sin mirar atrás ni una sola vez.
—Gra... gracias.
Yo quedé con la boca abierta. Después, cuando su silueta se convirtió en un borrón sobre el camino, empecé a correr y a dar volteretas y hurras con mi nuevo juguete. En ese momento amé a aquel hombre más que a nada en el mundo.
Pero mi felicidad terminó pronto. He sido huérfana y sé que la felicidad puede ser una rata tramposa.
El vendedor de espejos apareció una tarde por el camino, pero su presencia se anunció mucho antes en forma de destello luminoso. Un destello blanco y titilante, casi mágico, con el cielo turquesa de Dakota como un manto de otro planeta o de cuento de hadas. El sol parecía concentrarse como el haz de una lupa sobre ese punto que oscilaba y se acercaba.
—¿Ves eso? —le pregunté a Koko. El caballito apuntó su hocico en dirección a mi dedo—. Me pregunto que será. —Koko permaneció pensativo.
Al cabo de unos minutos, la silueta de un hombre empezó a tomar dimensión. Traía un extraño sombrero negro con un alto pico, y de su cuerpo colgaban una docena de espejos de muchos tamaños y formas. Los había redondos y ovalados, rectangulares, con curiosas formas de trapecio, algunos con marcos de brillante madera laqueada con incrustaciones de piedra, otros con armazones de metal: hierro forjado, bronce, y hasta oro.
Por mera curiosidad, corrí hasta la entrada del rancho y me dispuse a observar mejor a aquella extraña aparición. Koko pifió una y dos veces, dándome claras señales de intranquilidad. —No te preocupes, Koko, sólo es un vendedor de espejos.
El hombre se detuvo junto a nosotros y ejecutó un ridículo bailecito.
—Buenas tardes hermosura ¿Cómo es que un ángelito como tú anda vagando bajo los rayos de este sol impertinente? —Tenía un acento extranjero. De repente se quitó su aparatoso sombrero y practicó una reverencia. Algo en la forma de su cráneo y la manera en que sus cabellos blancos se adherían a él me provocó un escalofrío.
—Sólo estaba jugando.
Una cara blanca como la leche se dividió con una fina línea de labios apretados.
—¿Jugando, eh? ¿Y a qué estabas jugando, si se puede saber?
Koko decidió que aquel hombre no le gustaba en absoluto, y yo pensé lo mismo. Daba la sensación de que debajo de todos esos espejos y oscuras ropas se escondía un cuerpo huesudo y torcido, como ese árbol en el límite del rancho que había sido alcanzado por un rayo y que permanecía de pie pero sin vida.
—Jugaba... con mi caballito... Eso es todo.
Cada vez era más difícil sostenerle la mirada, los ojos saltones tenían un brillo de sapo, eran ojos que hacían rebotar la luz del día como rechazándola. El vendedor de espejos se encasquetó su sombrero y miró a ambos lados del camino. Luego su horrible mirada se posó nuevamente en mí.
—¿Y dónde están tus padres, cielito? ¿Se encuentran tus padres por casualidad en la casa?
—No... Quiero decir, ¡sí! Mi madre... la señora Jefferson, ella está en casa. Ephrain trabaja en los campos, él fue quien talló a Koko, ¿sabe? —Me temblaba la voz. No quería que él se diera cuenta de que le tenía miedo, pero no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas.

Ilustración: Aradano
—¿Ephrain? ¿Por qué será que me suena ese nombre? —El vendedor de espejos se rascó el mentón y me guiñó un ojo, pero su expresión era taimada. Por un momento uno de sus espejos me arrojó la luz del sol en plena cara y me obligó a parpadear. En ese instante vi algo espantoso. Algo fugaz que cruzó a toda velocidad mi cerebro. Sentí un pánico paralizante, como una noche en el orfanato, cuando percibí el movimiento de una enorme araña en la almohada, a pocos centímetros de mi cara.
—Oiga... No me haga daño... Soy una niña huérfana y todavía no sé lo que es la felicidad —dije. Era una frase tonta, pero había surgido de mi boca espontáneamente.
El hombre me miró con desagrado y luego se largó a reír.
—¿La felicidad? Te aseguro que no lo sabrás jamás, querida.
Se acomodó las ropas y comenzó a alejarse por el camino con el mismo andar pausado. Cuando estuvo a una buena distancia levantó un brazo en señal de despedida. Los destellos de luz se fueron apagando a medida que se alejaba.
Ni Koko ni yo respondimos el saludo.
Esa noche la señora Jefferson llamó a la policía. Vinieron hombres de traje, hombres de rostros serios y pensativos que dieron vueltas por toda la casa. Hicieron muchas preguntas y uno de ellos se encargó de anotar con rapidez cada respuesta en una libretita. ¿Cómo estaba vestido cuando se fue? ¿Tenía algún problema con alguien de la zona? ¿Habían discutido recientemente? ¿Problemas de dinero?
La señora Jefferson lloró durante toda la noche.
Y al día siguiente.
Y al otro.
Poco tiempo después me envió de nuevo al orfanato.
Papá jamás volvió a casa.

¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ EL PLASMATRÓN


El mundo era una montaña de basura. Una corteza humeante y estéril poblada de ratas, insectos y gaviotas. En el epicentro de la devastación, en el tatuaje concéntrico donde se había librado la última guerra humana, aún quedaban vestigios de locura.
El Plasmatrón abrió su ojo de cíclope y realizó una rápida evaluación de los daños. Todavía le quedaba reserva de energía para unos cuarenta años. La explosión lo había dejado fuera de combate durante varios días y las esquirlas habían afectado el funcionamiento de una de sus patas traseras; además, el bloque de concreto que lo aprisionaba le había ocasionado una leve fisura en un costado con pérdida de fluido, pero nada de eso era grave. Lo que preocupaba al Plasmatrón era algo de índole moral.
—¡Harlan! —exclamó—. ¡Capitán Harlan!

Activando un sistema interno de compensación gravitatoria, el Plasmatrón se enroscó sobre sí mismo y levantó el peso que lo oprimía. Una maraña de metales retorcidos y concreto chirrió y se desplazó hacia arriba primero y luego hacia un costado.
—¡Capitán Harlan!
Como si fuera un periscopio, el Plasmatrón giró el oscuro cilindro de su torso y contempló las ruinas que lo rodeaban. Viento y oscuridad. No mucho más que eso. La ciudad de Tres Corazones había desaparecido por completo. Una fina llovizna corrosiva salpicaba y horadaba los restos de hormigón y metal que se extendían kilómetros a la redonda.
—Aunque camine por el valle de la muerte, no temeré mal alguno —recitó el Plasmatrón impostando la voz según el estilo de los Ministros de las antiguas iglesias de América del Norte. Una de sus gracias favoritas que era, sencillamente, una fracción de holodata encontrada entre las miles de millones que almacenaba en sus entrañas.
—Porque tú estás a mi lado, y tu vara de pastor me reconforta.
Comenzó a moverse hacia el sur a velocidad media, una araña blindada de media tonelada, de a ratos recitando versículos de la Biblia, de a ratos llamando a Harlan. A su paso, pequeñas alimañas intentaron huir aterrorizadas pero el Plasmatrón las fue vaporizando sin contemplaciones.
Al cabo de unas horas, se detuvo al pie de una estructura y comparó datos.
Efectivamente, en ese lugar había estado el edificio gubernamental. Ahora la madeja de hierros desnudos y calcinados se parecía de una manera siniestra a una de esas montañas rusas que tanto les gustaban a los humanos.
El Plasmatrón meditó unos segundos. Desde la pequeña cúpula espejada que conformaba su cabeza surgió un haz de luz titilante que taladró los nubarrones negros.
Esperó.
Recibió estática y luego silencio. El satélite se había dañado también. Desde su interior brotó un pitido que bien podía ser el equivalente mecánico de un insulto humano.
—¡Harlan! —gritó con los altavoces a máximo volumen, pero sólo recuperó los ecos de su propia voz rebotando en los escombros.
De pronto se le ocurrió una idea. Desde un boquete en el fuselaje de su barriga surgieron dos tentáculos equipados con pinzas que se pusieron a trabajar frenéticamente, su ojo único concentrado en remover piedras y vigas. Poco a poco, mientras la lluvia y el viento comenzaban a convertirse en una furia sorda contra su armazón, fue despejando el perímetro hasta que encontró lo que buscaba. Una puerta de acceso de datos de código militar, con la pantalla echa pedazos pero con la fuente primaria intacta.
Sin dudarlo ni un segundo, extendió el cordón umbilical y activó la conexión. Primero hubo un parpadeo en el interior de su cerebro, luego un zumbido que le era familiar. Un mundo verde, traslúcido, inmaculado y perfecto se desplegó ante su vista. Pulsó los signos de identificación en el mapa y aguardó. La Inteligencia leyó las coordenadas y respondió enseguida.
Harlan Jonathan Smith, alias "Job". Capitán de regimiento tres de infantería. Muerto en combate hace seis días en la región de los parques. Avenida del Nuevo Anticristo y Megalenguas. Deterioro celular ochenta por ciento. Capacidad motriz casi nula. Capacidad intelectual veinte por ciento.
El Plasmatrón recogió algunos datos más y cortó el cordón umbilical.
—Capitán Harlan —dijo—. Ya sé dónde encontrarlo.
Se dirigió al sudoeste bajo la tormenta, a paso firme y rápido. Evadió las zonas donde las bombas habían dejado cráteres del tamaño de estadios olímpicos y corrigió el rumbo con milimétrica exactitud. Cuando encontraba algún escollo que no podía rodear, simplemente trepaba por encima y continuaba avanzando.
Cerca del amanecer llegó a una zona industrial donde milagrosamente la artillería había dejado en pie la mayoría de los edificios. Vio cadáveres por doquier, soldados enemigos y aliados desparramados sin orden ni concierto. En las estrechas calles, aquí y allá, los cuerpos despedazados daban testimonio de la crudeza de la lucha.
"Vaya desperdicio de unidades orgánicas", pensó el Plasmatrón, y fulminó con un chorro de vapor a un perro que intentaba arrastrar su cuerpo herido lejos de allí.
—Falta poco, Harlan.
El ojo de la máquina atisbó a lo lejos los rayos débiles de un sol moribundo, una mancha de claridad en un cielo cubierto de cenizas.
—Here comes the sun, and I say, it's all right...—tarareó.
Continuó su avance hasta llegar a la región de los parques. Un espacio abierto donde antaño habían proliferado los más hermosos bosques y jardines, un pulmón verde que servía para oxigenar a la ciudad y que como consecuencia de la guerra se había convertido en un paraje infernal de trincheras y barro.
El Plasmatrón avanzó entre lodazales y zanjas, y comenzó a escanear los cuerpos.
Cerca del mediodía, en una especie de fosa común infestada de ratas, encontró por fin el cuerpo del Capitán Harlan.
—¡Eureka! —exclamó, y en la cúpula espejada de su cabeza apareció un punto azul que tal vez connotaba algún tipo de alegría.
Con sus dos tentáculos articulados levantó los restos mortales de Harlan y lo examinó detenidamente. Luego lo acomodó junto a su torso como si fuera una madre acunando a su hijo.

Ilustración: Fraga
"Para otro humano", pensó, "el aspecto de este hombre debería resultar repugnante".
Al capitán le faltaba el ojo izquierdo y tenía la mitad de la cara quemada. En un análisis más complejo, determinó que no sólo tenía una importante fractura en el lóbulo frontal derecho sino también la espina dorsal completamente destrozada.
El Plasmatrón extrajo una pequeña aguja y la introdujo en el lagrimal del ojo sano. Un líquido del color de la orina cabalgó directamente hacia el cerebro y en menos de tres segundos surtió efecto.
El Capitán Harlan abrió su único ojo y contempló a la máquina.
—¡Lo saludo, Capitán Harlan! Unidad de rastreo y mensajería Clase B reportándose. El Coronel Marcus le solicita que reúna a sus hombres de inmediato y los mueva hasta el distrito al otro lado del río. Repito. Debe usted reunir a sus hombres y retirarlos de inmediato de este punto. Mensaje terminado. Unidad Clase B permanece a la espera de respuesta.
Harlan gritó y cuando lo hizo, de su boca cayeron cientos de gusanos.