El culpable de todo

Monday, May 21, 2007

Carroña


El animal se aleja de su dueño para evitarle la fea imagen de su muerte.
Débil y jadeante, cruza calles y veredas hasta dar con un terreno baldío. La dolorosa conciencia de su final ya ha ocupado todo el espacio de su instinto y la pobre bestia se abre camino por enredados pastizales en busca de un refugio para morir en paz.
Al cabo de un momento alcanza la sombra húmeda de una arboleda. Con sus últimas fuerzas olfatea algo parecido a un nido formado por las raíces de un tronco caído y un colchón de hojas secas. Entonces, al fin, se deja caer de costado, con la lengua colgando entre jadeos a causa del esfuerzo y los ojos vidriosos y entornados por la fiebre.
Cuarenta minutos más tarde, muere.
Luego pasan las horas del atardecer, lentas y perezosas, el viento arrastra las hojas y todo lo que predomina es un silencio engañoso y el lejano parpadeo de las cosas habituales. Por la noche llueve, las gotas frías empapan el pelaje, golpetean sobre las costillas inmóviles con un sonido hueco y leve. Por encima del cuerpo las ramas se agitan y susurran en su propia lengua.
Cuando pasa la tormenta ya casi amanece, tímidos destellos de vida comienzan su rutina. El trinar de pájaros ocultos en lo alto y el nervioso correteo de dos ratones de campo. Su curiosidad los anima a un olfateo rápido y la posterior huida. Por la tarde una babosa emprende su lentísimo reptar desde el extremo de la raíz del álamo, describe una medialuna plateada por la corteza y de allí pasa a la superficie del hocico. La textura del pelo apelmazado entorpece su recorrido pero no la detiene, se arrastra por el cuello, desciende por el lomo y de allí de nuevo al alivio de la tierra.
Los días pasan y la degradación natural comienza a avanzar. Soles y lunas filtran sus rayos por entre la arboleda y dibujan intrincados mandalas sobre el cuerpo. De forma lenta pero inexorable, el movimiento vuelve al animal, delicadamente. Primero la hinchazón en el vientre, donde los gases comienzan a fermentar y buscar salida. Luego el proceso de rigidez, que poco a poco estira y endereza las patas de manera que los cuartos traseros quedan casi apuntando hacia el cielo. Todo alrededor es una danza en la que muchos participan, pero que nadie en particular observa, y así es como la podredumbre da sus primeros pasos. Las moscas descubren el cuerpo y poco a poco comienzan su actividad. Llegará un momento en que todo se volverá nube y zumbido febril. Depositan sus huevos en las zonas más blandas, donde la temperatura de la descomposición ayuda a madurar a las larvas y sus tejidos les sirven de alimento.
Al finalizar el séptimo día, el vientre revienta y cientos de gusanos caen sobre la tierra. La fetidez ha alcanzado su punto máximo y muchos olfatos perciben la información. Por la noche, pequeños depredadores se aproximan y mordisquean los restos. Ninguno se lleva un botín importante.
Durante esos días no hay alma que emigre del cuerpo hacia ningún sitio. Ningún espíritu o chispa que se aleje del cuerpo en busca de un lugar etéreo, mejor o peor.
Ningún milagro invisible.

Nada de lo que se supone comúnmente en estos casos, pero en cambio...
El primer sentido que vuelve a él es el olfato. Un rastro, débil al principio, se incrementa despacio hasta alcanzar su plena función, y lo que cobra sentido es su propia condición de carroña y el horror de lo que eso significa.
Los miembros recuperan cierta flexión, hay un tic: una oreja intenta el movimiento de espantar las moscas.
La respiración afiebrada y burbujeante se intensifica.
El miedo. El miedo que es negro y profundo como la noche.
Dolor y confusión son la misma cosa. Todo se convierte en una mancha sin sentido.
Intenta incorporarse y falla. El movimiento arroja larvas que se retuercen fuera de su huésped.
Un solo ojo se abre como una pulpa pegajosa y la luz del crepúsculo lo lastima.
El perro se pone de pie. La lengua negra colgando como una media sucia.
Entonces, en medio de la pesadilla de su situación imposible, un solo impulso vuelve a él como el único acto sensato.
Un destello que podría ser la sombra de la sombra de una esperanza:
Volver a casa. Volver a los dulces brazos de su dueño. Aquel que lo alimentó y le otorgó techo y un nombre.

Y así es como en medio de un silencio perturbador, con vergüenza y dolor, Lázaro emprende el lento retorno a su hogar.




El dedo acusador


El Santo Inquisidor impartió la orden y pateamos la puerta al unísono. Las tablas cedieron con un desagradable sonido, un crujido sordo, como si fueran huesos podridos en vez de madera. Entramos. La luz mortecina del atardecer reveló una atmósfera polvorienta. Suciedad. Aún en la penumbra, el recinto era un caos. Nos abrimos paso con torpeza, el herrero llevaba un estilete en una mano y un pesado espadón de carnicero en la otra. Yo llevaba un hacha de dos filos, pero aún así los dos respirábamos con dificultad. Afuera, en el claro húmedo cada vez más opresivo, cuatro hombres aguardaban pálidos y silenciosos.
-Ahí - Dijo el Santo Inquisidor.
Con un nudo en la garganta miramos en la dirección que señalaba su dedo. De la gruesa viga que atravezaba la cocina, un pellejo sin curtir se balanceaba como un péndulo. Todavía en ciertos lugares quedaban restos de carne y las moscas zumbaban alrededor como como si fueran abejas en un panal. A los pies del maltratado cuero, pedazos de carne y vísceras formaban una pila grotesca.
La reconocí por el pelo.
- In nomine patri..-
Dulce y frágil inocente. Dios era un monstruo cruel.
- et filii...-
Su rostro era el más amado entre nosotros.
- et spiriti sanctum...El herrero abrió la boca y se mordió el puño. De su garganta brotó un gemido grave y profundo.Di dos pasos con suma lentitud, como un hombre al que han golpeado fuertemente en la cabeza. Entonces tuve el reflejo de salir huyendo, y lo hubiera hecho sin dudar, pero algo me detuvo.Por el rabillo del ojo, apenas perceptible, entendí el movimiento de dos capas de sombra.
Giré sobre mis talones muy despacio, oyendo incluso como el Santo Inquisidor continuaba su diatriba pero con la mente lejos de él, me convertí en un autómata. Los ojos guiaban al cuerpo. Los ojos listos para enfrentarse con algo que la conciencia no podría combatir. Lo sabía.
Y así fue.
En el ángulo más oscuro de la cabaña, pegada a la pared como un insecto horrible, la bruja nos observaba en silencio. Al notar la contracción de mi cara sonrió sibilinamente y me enseñó una hilera de dientes negros y podridos. Desde su interior brotó un maullido de gato a modo de advertencia. Después, sin previo aviso, se levantó la falda de su roñoso vestido y me enseñó sus piernas, los muslos eran negros como la brea y terminaban en dos puntas articuladas como las patas de una cucaracha. Las púas que sobresalían de sus patas parecían arpones y se clavaban en la madera para sostener el peso a dos metros del entablado.
A mis espaldas el Inquisidor cayó de rodillas y rompió en llanto, el herrero dejó caer sus armas.
- ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué de esa manera? Por el amor de Dios- Jamás supe como logré articular enfrente de aquel engendro que me congelaba la sangre.
La bruja amplió su sonrisa hasta desaparecer de su rostro cualquier apariencia humana.
- ¿El amor de Dios? No sé nada de eso, para mi ustedes son solo carne y yo necesitaba alimentar a mi bebé-
Nos enseñó un vientre hinchado de parturienta, la piel estirada y traslúcida, y dentro de ella, el movimiento viscoso de unos tentáculos.
El inquisidor y el herrero quedaron paralizados. Luego entendí que habían perdido la razón. Retrocedí y los arrastré hasta el claro donde nuestros hombres de apoyo se habían esfumado al escuchar los gritos. Y en todo momento la carcajada del demonio nos persiguió. Nos persiguió por el bosque, y por el sendero del arroyo, y nos persiguió hasta nuestras camas, donde nos ocultamos y lloramos y rezamos, y nos persiguió a lo largo de los días y de los años. Incluso ahora, en la misma vejez cuando ésta historia ya gastada ha perdido todo su color, incluso ahora, cuando el dolor por mi niña perdida me impide dormir, miro en dirección al bosque y tiemblo ante el recuerdo de ese sonido.