El culpable de todo

Monday, November 11, 2013

Talión

        Yo, Demetrio, que poseo este único ojo solitario y vil, he desarrollado con el tiempo un don que muchos creerían milagroso, puesto que consigo ver las cosas de manera única. Mi habilidad consiste en algo muy simple. Me basta un solo vistazo para obtener una impresión absoluta e intuitiva de mi entorno, diez veces más claro que cualquiera. Pareciera que al faltarme un ojo, el otro hubiera adquirido un talento sobrenatural para procesar los datos. Sin embargo, al contrario de lo que se podria pensar, esta habilidad es una maldición para mi. Ya que no logro ver nada bueno en nada ni en nadie, y por más que me esfuerce, siento un desprecio insalvable por todo cuanto me rodea.
        No siempre fui así, antes de que todo se torciera tuve una vida normal. Una familia, una casa, un trabajo. Hace tanto tiempo ya que pareciera tratarse de otra persona. Y en cambio, esto que soy ahora es el resultado de muchas malas decisiones y mala suerte, cosas que no pude dejar atrás y que se confabularon para colapsar en mi contra, como un camión cisterna fuera de control, pero sobre todo, esto que soy ahora,  es el resultado de una maldad poderosa, ajena a mí y planificada al detalle, con paciencia y método. Una broma refinada y cruel, como toda obra de arte consagrada a la venganza.
        Esta noche estoy aquí para remediar algo de eso. Por lo menos, equilibrar un poco la balanza. Mis dioses están conmigo y la ocasión es perfecta. En la habitación del hotel el calor es tan sofocante que me recuerda una jungla tropical. Incluso con la ventana abierta, las cortinas permanecen en línea recta como pesados telones. La noche gira sobre sí misma, lentamente, irradiando un halo de locura espectral, manteniendo una presión sanguinaria sobre todo lo que toca.
Allá abajo, el vagabundo que duerme en el banco de la plaza parece un cadáver. Los papeles que lo cubren, las briznas de césped, las hojas de los árboles, parecen esculpidos en mármol.
        Dentro de la habitación, sobre el tórax del hombre que duerme, titila el reflejo de neón del hotel. El pecho sube y baja acompasado con esa luz monótona. Bien mirada, la simbiosis de la respiración y la luz del cartel es perfecta, es como un tango, o un animal al acecho, o las dos cosas juntas. En el ángulo de la ventana donde cuelga la pequeña hoz de luna, asoma un avión de pasajeros en trayectoria recta, negro como un cuervo en el cielo, como nadando en el vaho sofocante de tanto cemento y hormigón recalentado. Pareciera que el calor acolchonase los sonidos, dejando una mala imitación del silencio, una asfixia subterránea que trepa por las paredes y cubre los muebles con una capa grasosa y nauseabunda.
        Perdido en las breas profundas del sueño, el hombre hace una mueca que puede interpretarse como de alegría o de terror. Gotitas de sudor se juntan en su frente y su expresión no es plácida.
Mientras se debate, pronuncia algunas palabras, triturándolas como si estuviera masticando huesos de pájaro. De pronto, abre los ojos sobresaltado. Se incorpora sobre los codos y se queda observándome.
        Me despierto en mitad de la noche. En el sillón donde dejé mi ropa hay una sombra confusa que me produce terror.
Hay alguien sentado allí.
Por puro instinto, me aplasto contra el respaldo y suelto una exclamación de sorpresa. El intruso se inclina hacia adelante y su cara se contrapone apenas en la penumbra. Le falta un ojo. La nariz es una cavidad oscura y repulsiva y además, está sonriendo.
Me habla en un tono suave, sus palabras fluyen con naturalidad, son palabras elegantes y están cargadas de sentido.
        Lo reconozco al instante. Lo reconozco por su voz y por lo que me dice, y entonces siento deseos de regresar a mi pesadilla. Conozco su nombre y sé que de alguna manera, soy el responsable de haberle arrebatado su humanidad.
        Desesperado por ganar tiempo, le formulo una pregunta. Luego, aventuro una posible explicación a sucesos recientes, pero a mis propios oídos no logro sonar muy convincente. Trago saliva. Agrego nuevos datos: nombres, lugares y fechas. Sé que son datos inútiles. Demetrio no me interrumpe, se rasca el cráneo con unos dedos flacos y sucios, y mientras mis palabras se atropellan, su mirada de cíclope se hace cada vez más insoportable.
         No hay posibilidades de negociar mi situación. Las cartas están echadas. Eso es lo que me da a entender. Mi voz se quiebra en una última pregunta. Sé que después de esa pregunta solo quedarán las súplicas. No puedo evitar sentir autocompasión. Hubiera deseado no mostrarme tan vulnerable, tan entregado a la voluntad de ese monstruo.
           Como si me hubiera leído la mente, Demetrio mete una mano en sus ropas y saca un revólver. Casi con desgano, el agujero del cañón apunta hacia mi estómago. Es una nueve milímetros negra y ominosa como una sentencia. Y entonces Demetrio me hace una propuesta y todo mi mundo cambia en un parpadeo.
           Se trata de una pequeña apuesta. Me explica detalladamente lo que quiere que haga. Intento responder, pero tengo la garganta seca. No consigo articular ni una palabra. Como por arte de magia, un lápiz es depositado suavemente en mi mano. Al principio solo puedo verlo. Quedarme ahí, observándolo como si fuera un insecto exótico. Un objeto caído de otro planeta. Un pequeño Dios malévolo cargado de consecuencias. Es un Staedtler Noris amarillo y negro de punta dura. Un pequeño y delgado HB que con la intermitencia del cartel de neón parece latir en mi palma sudorosa.
Muy a mi pesar, me pongo a llorar. Las lágrimas brotan calientes y gruesas y ruedan por mis mejillas como gotitas de mercurio. Afuera, en alguna parte, un perro comienza a aullar lugubremente.
Demetrio me da palabras de aliento. Suena paternal y no parece estar disfrutando de la situación. En mi mente lo insulto y lo maldigo con una rabia negra. Cuando tomo la decisión de aceptar su apuesta, una repentina calma desciende sobre mí. De alguna manera he salvado mi vida. Lo demás, procuro alejarlo de mi cabeza.
Cierro el puño en torno al lápiz y lo sostengo enfrente de mi rostro.
Lo introduzco lenta pero firmemente en mi ojo izquierdo.
No es tan difícil como había pensado. El dolor describe un arco, se hace agudo y luego decrece. Siento un ardor espontáneo, pero pasa rápido, después, solo siento agua. Mi ojo está hecho de agua. Una pequeña membrana, muy delgada, que contiene agua. El agua de todos los mares. Los cielos, el sol y las estrellas. Rojo, negro y amarillo girando y fundiéndose entre chispas doradas. Un caleidoscopio de tinta, sangre y fuego.
        Cuando retiro la mano el lápiz queda clavado en su lugar. Abro el ojo sano y miro a Demetrio que a su vez me mira con expresión absorta.  Es un empate parece decidir algún juez invisible.
Ahora somos dos tuertos que se contemplan en silencio y los minutos se convierten en una eternidad. En ese lapso, compartimos algo que queda en secreto y que no es expresado con palabras. Finalmente rompo el silencio. Le pido que se vaya. Que cumpla con el trato y que me deje en paz.
          Demetrio se trepa a la ventana y me mira inquisitivamente, bajo la luz del neón, parece un pajarraco enfermo. Me guiña su ojo sano de manera patética y desaparece en la noche.

        Me quedo un rato sentado en la cama, con el lápiz todavía clavado en el ojo y sintiendo mi respiración. Mi pulso está sereno pero mis pensamientos son como remolinos, jirones húmedos, espectros aullantes. Una tromba de ideas que se entrelazan y terminan dandole forma a una solo plan definitivo.
          En este negocio, cosas como esta pasan todo el tiempo.
          En este negocio, uno siempre conoce a alguien que conoce a alguien. Y uno sabe lo que ese alguien estaría dispuesto a hacer por una cifra, digamos, sustanciosa.
          Demetrio se había convertido en un monstruo. Pero no siempre había sido así. También había tenido una vida. Y de esa vida todavía quedaban reminiscencias. Una ex esposa y una hija. Una preciosa nena de nueve años que vivía con su madre en las afueras de la ciudad. Y yo no tenía nada que perder. No ahora que era mi turno.
          El precio del sicario no significaría un problema. El Prestamista podía adelantarme esa cantidad. Siempre le había respondido en tiempo y forma, gracias a Dios.
          Porque las deudas de juego había que pagarlas.
          Me puse a reir en el medio del cuarto sofocante. Claro que sí. De una manera u otra, las deudas de juego había que pagarlas.





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